Si hay algo que me gusta de las reuniones familiares es escucharlos hablar de los tiempos que se han ido y no volverán jamás. Dicen que es una costumbre ancestral, sentarse alrededor del fuego para escuchar a los mayores contar historias de las épocas pasadas, mientras los menores, menos sabios, más atentos, se nutren de esta memoria colectiva, que va pasando y se va quedando en pequeños resquicios del cerebro joven que atiende al padre o madre mayor.
La familia de mi madre ha vivido al menos durante cien años en lo que ahora es la colonia Morelos, cerca del estadio Nemesio Diez. Al menos una cuadra entera era suya, pero se vio fragmentada conforme la familia, y las ambiciones y pleitos, fueron creciendo hasta convertir la cuadra en un vecindario donde los vecinos de repente se saludan y de repente no.
La casa donde nació mi madre aún conserva sus paredes de grueso adobe y una gruesa cruz de piedra al entrar, cosa que a mí siempre me había llamado la atención, yo creía que había sido un cementerio, "sólo en los panteones hay cruces de piedra" solía yo pensar, con mi lógica siempre rara y confusa, pero no, tan sólo me explicaban que era costumbre de los antiguos colocar una cruz a la entrada de las casas para protección.
Esa casa, polvosa y ruidosa y estorbosa, fue para mí, como para todos mis parientes, un lugar importante dentro del proceso de crecer, fue ahí, donde mi interés en el terror pudo haber nacido, convocado por las historias que de ese lugar han circulado, entre nosotros y para todo extraño que las quiera escuchar.
Así, hace un rato, mientras nos reuníamos con motivo de los "Dulces 16" de mi hermano, la conversación derivó hacia la búsqueda de tesoros y los espantos que perturban la paz. Fue así como mi madre comenzó con la historia de su casa, que su madre, le ha contado desde mucho hace tiempo.
Antiguamente, en la parte de atrás de la casa, se encontraba el rancho de los Labastida, gente con dinero, cuyo patrón, en tiempo de los revolucionarios, a punto de ser asesinado por estos, les prometió darles a cada uno su peso en oro si lo dejaban vivir. El trato fue hecho, pero no por eso se quedó menos pobre, su fortuna se conservó, guardada en más de sesenta barriles ubicados en la parte baja de una escalera a cuya entrada se encontraba el altar a una virgen que ya no es posible recordar.
Nadie sabe donde se encuentran ahora estas escaleras, de acuerdo a los recuerdos de mi abuela, se encuentran en la parte de atrás de la casa, que corresponde actualmente a cierta escuela primaria, en cuyos baños por cierto, se han presentado casos raros de puertas que se agitan violentamente sin encontrar un porque. Pero dicen que los tesoros pueden moverse debajo de la tierra, hasta encontrar a aquel que lo pueda sacar.
Una noche, hace más de veinte años tal vez, mi tía Elena, hermana de mi madre, madre de diez hijos, abrió la puerta a una desconocida mujer. La mujer pidió permiso para pasar al baño, venía de Puebla buscando a no sé quien, pero no había encontrado a nadie, y mi propia tía no le pudo dar razón de aquella persona, no tenía idea de quien podría ser.
Después de pasar al baño la desconocida señora pidió un vaso de agua ya que tenía sed. mi tía le dio el vaso, pero en vez de beber comenzó a ver a través de él. Ahí la recién llegada expresó: "Aquí hay dinero, y es para usted, si me paga yo se lo saco sin pico y sin pala".
Eso no fue tan raro para mi tía, ya mucho tiempo antes había empezado a experimentar raros eventos: aretes que se cambiaban de lugar, manos invisibles que la tocaban, soplos helados al oído, cosas así, intrascendentes y hasta graciosas, pero que no dejaban de inquietar.
A pesar de ello mi tía se negó: "que tal si me muero, prefiero seguir pobre" fue la respuesta, y después la mujer se despidió para no volver jamás.
Cosas siguieron pasando, objetos que caen, golpes en las puertas que nadie produjo, incluso mujeres de ropa negra que se asoman por la ventana de mis primas, pero nada, nadie. Personalmente yo no he comprobado nada, he demostrado ser insensible a ese tipo de manifestaciones, pero la casa sigue ahí, y posiblemente un tesoro, cuya ubicación se ha perdido por completo con la muerte de mi tía hace más de diez años por una negligencia al operar.
Mi abuela aun sigue ahí, sin miedo y atrapada en sus tinieblas y cuentas que cobrar, aunque ya es poco lo que puede recordar, no en vano ha vivido más de setenta años en el mismo lugar, es sólo que si viera lo que sucede ahora (porque es invidente) no nos lo podría perdonar.
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