Otakar bajó los ojos y miró hacia el suelo, sus pies cubiertos de lodo se le antojaron tristes trozos de carne listos para los perros.
Del otro lado, en el campamento, algunos hombres se embriagaban con agua ardiente y licor de miel, receta regional que les había enseñado a sobrevivir en los tiempos sin vid ni levadura.
Al otro día se libraría la final batalla, y todos los hombres que ahora cantaban sobre mozas serían para mañana cuerpos lodosos cubiertos de moscas y gusanos.
Lo imaginó durante un segundo, él entre ellos, ojos vidriosos invadidos por insectos zumbantes y asquerosos, cerró los ojos sintiendo aquellos seres ya en su rostro y contuvo las nauseas repentinas, volvió a abrir los ojos tan sólo para llorar, y después de dos lágrimas decidió así abandonar el campamento, al menos esta noche.
Había perdido la guerra, el señorío de Estiria acababa con él, sepultado entre un montón de escombros de glorias viejas y nada podía hacer, sino tener una muerte digna en batalla. Sus hombres, fieles hasta la muerte, cantaban mientras por dentro pedían al Señor un milagro que les permitiera salvar el pellejo, sólo los solteros, o los más devotos, sentían como obligación suya morir por su señor, y se preparaban mentalmente para ello embriagándose o fornicando con unas cuantas prostitutas de la aldea.
Caminó hacia el sur, en dirección al río, sintiendo bajo los pies entumidos las piedras filosas y ramas muertas del camino. Llegó a un claro iluminado fríamente por la luna, y se sentó sobre una piedra donde pudo llorar su pena y su vergüenza, pena por aquellos que había guiado y que ahora perecían a sus pies, vergüenza por su debilidad y sus carencias, por su falta de genio y por su incompetencia para ser como su padre y como su abuelo. Lloró y lloró, y sintió en la ropa las gotas tibias de su propio llanto, y pensó en el hijo que no sería ya señor de su estado, y pensó en su esposa que sería tratada como pobre viuda sin nombre y sin voz, y pensó en él mismo y las cosas que no había hecho: el venado de doce astas que no había matado y el pastel de ciervo, y las delicadas canciones del templo de su infancia.
Había llegado el día y la hora, y para mañana, a esa misma hora, ya habría sido juzgado por Dios y los mortales, y le inquietaba lo que Él tendría que reprocharle a él.
-o-
Carintia permanecía a la expectativa desde sus dominios, habían peleado como nunca y ahora en recompensa el Señor los premiaba con un ducado nuevo. Conrado Duque de Carintia sonreía satisfecho ante el mapa en perspectiva. La cota de malla, recién quitada, brillaba con la palidez espectral de las velas, y sin querer, Conrado se detuvo a pensar en la masacre que vendría mañana a las primeras horas. Los estirios no iban a rendirse sin pelear, la victoria era segura, pero eso no quitaba que fuera a haber más muertos y heridos, nadie moriría sin llevarse a otros por delante.
Pero afuera en las hogueras sus soldados se enfrascaban en la gloria de su victoria, habían conquistado una tierra nueva, con vides y mujeres y animales para matar y comer. Lo habían hecho todo, saquear viviendas, vejar mujeres, y lacerar ancianos por el puro placer de contemplarlos en agonía; pero ahora, a la luz del fuego nocturno, se veían como una alegre cuadrilla de niños en día de fiesta.
Conrado suspiró ante ellos, probablemente algunos no volverían a ver la noche estrellada, muy probablemente algunos morirían en cuestión de horas. Mientras él, héroe victorioso, iría de vuelta al castillo a recibir las congratulaciones de los enviados extranjeros y las lisonjas de los cortesanos.
Había pensado en un acuerdo, ¿una tregua? No, eso no, la guerra ya estaba decidida, la victoria ganada, tan sólo hubiera querido no tener que sacrificar más hombres tan sólo para que los perdedores murieran en honorable batalla.
Y no… Otakar no daría tregua, tal intentaría algo osado, como una emboscada mientras dormían, o tal vez se atreviera a contaminar el agua, o tal vez había dejado a los plagados con la peste dentro de la ciudad para recibir a sus hombres.
Repentinamente Conrado comenzó a tener dudas, ¿realmente era la voluntad de Dios? ¿El mismo Dios de sus enemigos? ¿Qué había hecho para merecer la victoria? Muchos hombres morirían mañana, hombres cuya existencia permanecerá tan sólo hasta que sean enterrados los cuerpos y bañada la hierba ensangrentada por la lluvia, en tanto que él, él sería proclamado campeón y tendría la gloria eterna.
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